Por Alfredo Zaiat
El desproporcionado conflicto con el campo ha desplazado la atención económica sobre uno de los principales obstáculos que debe enfrentar el Gobierno. La confluencia de mezquinas especulaciones políticas, de disputas de intereses mediáticos, de carencias en la gestión oficial y de la exteriorización de un poder emergente nacido de la trama multinacional sojera ha logrado que “el campo” pasara a ocupar el centro de la escena de la economía. Sólo una sociedad fragmentada y con una legitimidad cuestionada de representaciones sectoriales pudo engendrar semejante enfrentamiento. Cualquiera que eleve la mirada sobre su ombligo tendrá la posibilidad de analizar que se desarrolla la paradoja de una pelea por la abundancia de alimentos en un contexto internacional dramático por el hambre provocado por el alza de los precios de los granos. El cambio del núcleo de prioridades que ha logrado la revolución rentista agraria es un reflejo que la agenda de discusión política y económica no siempre se refiere al interés de las mayorías. Una muestra es la “opción por los ricos” de la jerarquía de la Iglesia expresada en su último documento. El hastío por esta disputa de casi tres meses que ha empezado a manifestar gran parte de la clase media se debe no sólo a la reiteración de discursos, modos y exabruptos de los actores, sino a que observa con su particular sensibilidad de bolsillo que el principal problema económico hoy no es la situación del campo. Sabe que lo fundamental es la evolución de los precios domésticos, cuestión a la que el Gobierno debería empezar a dedicar más energía que a contestar la sucesión de incoherencias del variopinto elenco de dirigentes agropecuarios.
El proceso de aumento de los precios es bastante complejo, porque intervienen varios factores que requieren ser abordados con una estrategia integral. Una de las políticas de ese plan general son los cupos de exportación y las retenciones, que siendo móviles son más eficientes y previsibles para desacoplar el recorrido de los precios internacionales con los locales. Pero se trata solamente de un par de medidas necesarias. La gestión relevante debe concentrarse en controlar las expectativas y, a la vez, ratificar un consistente modelo macroeconómico que permita acercarse a los múltiples objetivos de crecimiento económico, creación de empleo, distribución del ingreso y control de la inflación. No es una tarea sencilla porque es una combinación ambiciosa donde se cruzan conflictos entre esas variables. Por eso mismo resulta clave mantener la solvencia de la política macroeconómica, como la verificada en el período 2003-2006.
Las expectativas inflacionarias no son un aspecto menor teniendo en cuenta la memoria colectiva traumática, que brinda un ejercicio aceitado de indexación. A esta altura, sólo la terquedad autodestructiva de la administración kirchnerista explica la persistencia de mantener la intervención autoritaria del Indec emitiendo índices cuestionados. Y también el sostenimiento de la controvertida e ineficiente gestión del secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, para controlar los precios. Sobre ese terreno fangoso confluyen las mismas miserias políticas, mediáticas, sociales y económicas que se expresan en el conflicto con un sector del campo. De ese modo, la confusión aumenta junto a las expectativas inflacionarias, alimentadas por encuestas truchas y estimaciones privadas exageradas. Por caso, la inflación del año pasado fue del 17 por ciento según el Latin American Consensus Forecast, que reúne los verdaderos datos de consultoras y bancos nacionales y extranjeros. Esa cifra, destacada en informes del estudio Econométrica de Mario Brodersohn, economista muy crítico de la política y gestión del kirchnerismo, revela que la inflación de 2007 estuvo lejos de los pronósticos catastróficos, y también del informado por el Indec. Esto implica que existe un problema para ocuparse y preocuparse, aunque no se presenta una situación de precios descontrolada, como muchos insisten en mostrar. Ahora bien, si las expectativas siguen deteriorándose por la devaluación en la credibilidad del Indec y la improductiva presencia de Moreno en el elenco gubernamental se hace más complicado estructurar una política antiinflacionaria gradual.
La experiencia indica que cuando los gobiernos no asumen a tiempo costos políticos (en este caso, Indec y Moreno) terminan luego eligiendo el peor camino: cuando la situación se pone bien complicada, desesperados apelan a los magos que en Argentina se encuentran en cantidad entre los economistas de la city, que venden la receta milagrosa en un paquete cerrado y con moño. El papel envoltorio, atractivo y seductor, de ese regalito hoy es el atraso del tipo de cambio. Como se sabe, ése es un modelo diferente del que permitió a la economía recuperarse con un vigor impensado en los últimos años. Dejar caer la paridad cambiaria como estrategia para frenar los precios es una tentación que sólo quienes tienen firmes convicciones pueden eludir. La tablita de Martínez de Hoz y la convertibilidad de Cavallo son dos potentes disuasivos para no transitar ese sendero. Sin embargo, la especulación política electoral en algunas ocasiones puede hacer tropezar con la misma piedra no una, ni dos, sino tres veces.
Castigar a los especuladores y a los exportadores es una medida que ayuda a disciplinar a poderosos agentes económicos. El riesgo es que dejar caer el dólar ofrece en el corto plazo resultados inmediatos en el frente de los precios, lo que fascina a políticos y calma la ansiedad de la clase media. Genera todos los efectos rápidos que el sentido común reclama: baja la inflación, incrementa el poder adquisitivo, facilita el pago de la deuda, ingresan capitales. Pero las consecuencias al tiempo de recorrido ese camino ya son conocidas: aumento de las importaciones, restricción externa, desestructuración productiva, fragilidad de las cuentas fiscales, vulnerabilidad financiera, aumento del desempleo y empeoramiento en la distribución del ingreso.
Para evitar el camino fácil de la apreciación cambiaria se requiere convicción política y una gestión macroeconómica consistente. El régimen de tipo de cambio real competitivo ha ofrecido muy buenos resultados en la ambiciosa política de múltiples objetivos. La inflación del año pasado afectó el tipo de cambio bilateral (con el dólar) pero pudo ser compensado porque se jugó con caballo ajeno, debido a la apreciación del real y del euro, que permitió mantener un tipo de cambio multilateral competitivo. La crisis internacional y el déficit de cuenta corriente del elogiado por exageración Brasil hacen presumir que la tendencia de esas monedas será diferente. Entonces, el aumento de los precios domésticos terminará afectando la competitividad del tipo de cambio. Si se le suma el atraso inducido por el garrote a especuladores y exportadores, el panorama se presenta más complejo porque lo que era un castigo puede descubrirse como una solución rápida al problema de los precios.
El economista Roberto Frenkel se pregunta en un reciente documento “¿qué política cambiaria es más conveniente para instrumentar un Tipo de Cambio Real Competitivo y Estable?”. Se responde que no se refiere al corto plazo con una indexación mecánica del tipo de cambio nominal con la diferencia entre la inflación doméstica y la internacional. “El atributo de estabilidad (del tipo de cambio competitivo) apunta a plazos más extendidos. Su principal propósito es reducir la incertidumbre en los plazos relevantes para las decisiones de empleo e inversión en actividades comerciables existentes o nuevas”. Y señala que “la política cambiaria debe combinar la emisión de señales referidas a la estabilidad del tipo de cambio real en largo plazo con la flexibilidad de corto plazo”. Esto último para desalentar los movimientos de capitales especulativos y suavizar la cuenta de capital del balance de pagos.
Un aspecto básico de ese modelo es comprender que la política cambiaria mantiene encendido un poderoso motor de expansión de la demanda agregada y del empleo, lo que implica un factor permanente de presión inflacionaria inexistente en otros regímenes cambiarios, tensión que debe ser aliviada a través de las políticas fiscal, monetaria y de ingresos (acuerdos de precios y salarios). Por eso mismo, para no caer en la receta fácil del atraso cambiario que derivan en frustración y destrucción económica, el sendero de crecimiento con un tipo de cambio real competitivo requiere de una conducción convencida y autoridad en la esfera de la gestión económica para superar los actuales obstáculos.
El conflicto con el campo se canalizará, si los dirigentes de las entidades optan por el camino democrático, en la esfera política. En tanto, el proceso de aumento de precios se debe enfrentar, además de contar con un indispensable respaldo político, con una estrategia macroeconómica consistente.
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